Me complazco en constatar el buen trabajo realizado, y exhorto
a todos los miembros, sacerdotes y laicos, a perseverar en el esfuerzo por
comprender cada vez mejor las realidades y valores temporales en relación con
la evangelización en sí; el sacerdote, para estar cada vez más atento a la
situación de los laicos y poder aportar al presbiterio diocesano no sólo una
experiencia de vida según los consejos evangélicos y con ayuda comunitaria,
sino también una sensibilidad justa de la relación de la Iglesia con el mundo;
el laico, para asumir el papel particular que corresponde a quien está
consagrado al servicio de la evangelización en la vida seglar.
Que a los laicos toca una obligación específica en este campo,
he tenido ocasión de subrayarlo en distintos momentos, en correspondencia
exacta con las indicaciones dadas por el Concilio. «Como pueblo santo de Dios -dije
por ejemplo en Limerick en mi peregrinación a Irlanda-, estáis llamados a
desempeñar vuestro papel en la evangelización del mundo. Sí, los laicos son
llamados a ser también "sal de la tierra" y "luz del
mundo". Su específica vocación y misión consisten en manifestar el
Evangelio en su vida y, por tanto, en introducir el Evangelio como una levadura
en la realidad del mundo en que viven y trabajan. Las grandes fuerzas que
configuran el mundo (política, mass-media, ciencia, tecnología, cultura,
educación, industria, trabajo) constituyen precisamente las áreas en las que
los seglares son especialmente competentes para ejercer su misión. Si estas fuerzas
están conducidas por personas que son verdaderos discípulos de Cristo y, al
mismo tiempo, plenamente competentes en el conocimiento y la ciencia seculares,
entonces el mundo será ciertamente transformado desde dentro mediante el poder
redentor de Cristo» (Homilía pronunciada en Limerick el 1 de octubre de 1979;
L´Osservatore Romano, 14 de octubre de 1979, p. 6).
(Al II Congreso Mundial de II.SS. S.S. Juan Pablo II 28 de
Agosto de 1980).
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