Una tarde de invierno, estaba yo cumpliendo, como de
costumbre, mi dulce tarea para con sor San Pedro, hacía frío, anochecía… De
pronto, oí a lo lejos el sonido armonioso de un instrumento musical. Entonces,
me imaginé un salón muy bien iluminado, todo resplandeciente de ricos dorados;
y en él, jóvenes elegantemente vestidas, prodigándose mutuamente cumplidos y
delicadezas mundanas.
Luego, mi mirada se posó sobre la pobre enferma que yo sostenía.
En lugar de una melodía, escuchaba de vez en cuando sus gemidos lastimeros; en
vez de ricos dorados, veía los ladrillos de nuestro claustro austero, apenas
iluminado.
No puedo expresar lo que pasó en mi alma. Lo que sé es que el
Señor la iluminó con los ratos de la verdad
los cuales superaron de tal modo el brillo tenebroso de las fiestas de la
tierra, que no podía creer en mi felicidad. ¡Ah! No hubiera cambiado los diez
minutos empleados en cumplir mi humilde tarea caritativa en gozar mil años de
fiestas mundanas…
Si ya en el sufrimiento, en medio del combate, es posible
gozar un instante de dicha que sobrepuja todos los placeres de la tierra al
pensar que Dios nos ha sacado del mundo, ¿qué será en el cielo cuando,
abismadas en gozo y descanso eternos, veamos la gracia incomparable que el
Señor nos ha concedido escogiéndonos para habitar en su casa, verdadero pórtico
de los cielos?
Así, cuando conducía a sor San Pedro lo hacía con tanto amor,
que no lo hubiera podido hacer mejor si hubiese tenido que conducir al mismo
Jesús.
(Santa Teresita del Niño Jesús. Manuscrito dirigido a la Madre
María Gonzaga).
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