Así
pues, a prepararse para Alaska. Por supuesto, adiós a toda la familia para
siempre; de allí no había vuelta –mi hermano no vio nunca más a mis padres, ni
mis padres lo conocieron como sacerdote, ni pudieron oír nunca misa suya-…
En una carta me escribió muchos años
después diciéndome lo que le costó decir adiós a la familia. Me decía Segundo:
“Cuando pasé por casa y os vi, no os
quise decir nada; pero por dentro estaba convencido de que ya no volvería a ver
más los patrios lares. Recuerdo que un día mientras dormía la siesta en una
habitación de arriba, oí juguetear a los pequeños allá abajo y me vino un
llanto muy copioso. Una vez más se me daba a escoger entre quedarme remendando
redes o seguir a Jesús. Afortunadamente, relictis
retibus, secutus sum Jesum; dejadas las redes, me fui con Jesús… Otra vez
en el colegio de La Habana, al bajar con la maleta ya para ir al barco yanqui,
que se balanceaba en la bahía, un niño del colegio, recién llegado fue detenido
en la portería por donde quería escaparse para casa; y al ser detenido lloraba
desconsoladamente llamando a su madre. Yo me estremecí todo y, sin poderlo
evitar, sentí que se me llenaban los ojos de agua; estábamos los dos en
semejante posición; él como niño, lamentaba la ausencia de una semana; yo,
crecidote, divagaba sobre la ausencia de por vida."
A los veintitrés años, solito y sin
saber una palabra de inglés, fue a los Estados Unidos para estudiar teología en
Kansas City. Allí pasó cuatro años de estudios; y en cuanto se ordenó
sacerdote, en 1935, a los veintiocho años, salió para Alaska.
(Hermano del P. Segundo Llorente, 40 años en el Círculo Polar)
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