Recuerdo un acto de caridad que Dios me inspiró cuando todavía
era novicia. No fue cosa de importancia, pero nuestro Padre que ve en lo
secreto, que atiende más a la intención que al tamaño de la obra, me ha recompensado ya, sin esperar a la
otra vida.
Era en los días en que sor San Pedro iba aún al coro y al
refectorio. En la oración de la tarde se colocaba delante de mí. Diez minutos
antes de las seis, era necesario que una hermana se tomase la molestia de
conducirla al refectorio.
A mí me costaba mucho ofrecerme para prestar aquel pequeño
servicio, pues sabía que no era cosa fácil contentar a la pobre sor San Pedro,
la cual sufría mucho. No obstante, yo no quería perder aquella hermosa ocasión
de ejercitar la caridad, acorándome de que Jesús había dicho: Lo que hicieres al más pequeño de los míos,
a Mí me lo habéis hecho.
Me ofrecí, pues, muy humildemente, a conducirla. Es increíble
lo que me costaba, sobre todo al principio, tomarme aquella molestia. Acudía,
con todo, inmediatamente, y luego, daba comienzo la complicada ceremonia.
Había que mover y llevar la banqueta de una determinada manera
y no de otra; sobre todo, sin apresurarse. Luego, venía el paseo. Se trataba de
seguir a la pobre lisiada sosteniéndola por la cintura. Yo lo hacía con la
mayor suavidad posible; pero si, por desgracia, ella daba un paso en falso, en seguida
le parecía que no la sostenía bien y que iba a caerse: “¡Ay, Dios mío, vais
demasiado aprisa, me voy a estrellar!”. Si yo entonces trataba de ir más
despacio, ella se quejaba: “¡Pero vamos, seguidme! No siento vuestra mano, me
habéis soltado, me voy a caer. ¡Ah, ya decía yo que erais demasiado joven para
conducirme!” Por fin, llegábamos sin contratiempo al refectorio.
Con sus pobres manos deformadas echaba el pan en su escudilla
como mejor podía. No tardé en darme cuenta de ello, y ya ninguna noche la
dejaba sin haberle prestado también este pequeño servicio. Como ella no me lo
había pedido, mi atención la conmovió mucho, y por este sencillo detalle, me
gané eternamente sus simpatías. Y sobre todo (lo supe más tarde), porque
después de cortarle el pan, le dirigía, antes de marcharme, la más graciosa de
mis sonrisas.
(Santa Teresita del Niño Jesús. Manuscrito dirigido a la Madre
María Gonzaga).
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