Detrás
de aquellos conos, entre aquellas cordilleras, no se sabe lo que hay. Desde el
día de la creación hasta hoy aquella naturaleza virgen y bravía da gloria a
Dios a su modo, sola y sin testigos, y es de creer que seguirá envuelta en los
pliegues de la soledad y del misterio hasta el día del juicio.
Por fin llegué a Nenana, donde debía
encontrar el vaporcito que me había de llevar 1.200 km en dirección a Siberia.
Pero el tal vaporcito había sufrido averías y no llegaría hasta “dentro de unos
días”. ¿Cuántos? Nadie lo sabía a punto fijo.
Al anochecer fui a cenar a una taberna,
donde me sentaron junto a tres hombrachones que devoraban como mastines. En la
mesa había un tarro con este letrero: “aceitunas andaluzas”. Las miré con una
ternura exagerada, mientras pensaba para mis adentros: ¿será posible que sean
éstas aquellas aceitunas que yo vi acarrear en la vega de Granada, las que
colgaban de aquellos olivos espesos bajo los cuales me senté cien veces a
reposar en mis caminatas a Sierra Elvira? Y sin más, ordené que me sirvieran
una docena. Aquellas aceitunas eran paisanas mías y estaba seguro que preferían
las comiese yo en vez de aquellos extranjeros.
(P. Segundo Llorente, 40 años en el Círculo Polar)
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