Días
atrás, al celebrar la Santa Misa me detuve un breve momento, para considerar
las palabras de un salmo que la liturgia ponía en la antífona de la Comunión:
el Señor es mi pastor, nada podrá faltarme. Esa invocación me trajo a la
memoria los versículos de otro salmo, que se recitaba en la ceremonia de la
Primera Tonsura: el Señor es la parte de mi heredad. El mismo Cristo se pone en
manos de los sacerdotes, que se hacen así dispensadores de los misterios -de
las maravillas- del Señor (1 Cor IV, 1).
En el
verano próximo recibirán las Sagradas Ordenes medio centenar de miembros del
Opus Dei. Desde 1944 se suceden, como una realidad de gracia y de servicio a la
Iglesia, estas promociones sacerdotales de unos pocos miembros de la Obra. A
pesar de eso, cada año hay gentes que se extrañan. ¿Cómo es posible, se
preguntan, que treinta, cuarenta, cincuenta hombres con una vida llena de
afirmaciones y de promesas, estén dispuestos a hacerse sacerdotes? Quisiera
exponer hoy algunas consideraciones, aun corriendo el riesgo de aumentar en
esas personas los motivos de perplejidad.
El santo
Sacramento del Orden Sacerdotal será administrado a este grupo de miembros de
la Obra, que cuentan con una valiosa experiencia -de mucho tiempo tal vez- como
médicos, abogados, ingenieros, arquitectos, o de otras diversísimas actividades
profesionales. Son hombres que, como fruto de su trabajo, estarían capacitados
para aspirar a puestos más o menos relevantes en su esfera social.
Se
ordenarán, para servir. No para mandar, no para brillar, sino para entregarse,
en un silencio incesante y divino, al servicio de todas las almas. Cuando sean
sacerdotes, no se dejarán arrastrar por la tentación de imitar las ocupaciones
y el trabajo de los seglares, aunque se trata de tareas que conocen bien,
porque las han realizado hasta ahora y eso les ha confirmado en una mentalidad
laical que no perderán nunca.
(Homilía
de S. José María Escrivá de Balaguer)