El
seminarista Juan Bosco solía preparar las vacaciones con sumo cuidado. Cuidaba
de que no fuesen peligrosas para su alma. Volver al seminario, en octubre, como
había salido. Sin embargo, le acontecieron ciertos episodios que él consideró
pecaminosos y de los que extrajo útiles lecciones.
Cierto día se presentó un tío suyo en
su casa para invitarle a un festín que se celebraría en su casa. Bosco se
excusó. El pariente adujo una poderosa razón: ayudaría al párroco en las
funciones de la Iglesia, ya que se trataba de una gran fiesta y no había en el
pueblo ningún clérigo. Aceptó. Las funciones de iglesia resultaron solemnes.
Juan ayudó cuanto pudo y cantó con su hermosa voz.
Llegó la comida. Todo fue bien hasta
que el vino hizo su efecto entre los comensales. Empezaron los tacos, las
palabrotas, las ofensas de unos a otros. El seminarista Bosco, avergonzado,
protestaba de aquello; pero su voz se ahogaba con el bullicio. Quiso huir. Se
levantó, tomó el sombrero; pero su tío lo detuvo.
--¿Dónde
vas, Juan?
--Me
voy de aquí. Un clérigo no puede soportar esto.
No paró de correr hasta verse en su
casa. Una vez en ella, resoplando con todas sus fuerzas, se sentó en una silla
gritando:
--¡No,
nunca más! ¡Será la última vez que asisto a un festín de esta clase!
(Don Bosco, un amigo del alma).
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