El sacerdote es otro Cristo, es dispensador de los misterios
divinos, es decir, de la gracia. Pero, ¿sabemos realmente qué significa esto?
Todo comenzó hace mucho, mucho tiempo… La Santísima Trinidad
desde toda la eternidad planeó, en su estrecha relación de vida y amor,
comunicar a los hombres, hacerles participar de su vida íntima, de su misma
vida divina.
Dice San Ireneo que “Dios se hizo hombre para que el hombre se
hiciera Dios”, porque la unión que ha destinado Dios para el alma, ya en cierto
modo en esta vida, y sobre todo en el cielo, es una unión tan fuerte y estrecha
con él, que dice San Juan de la Cruz, que del mismo modo que en la fragua, el
hierro adquiere las propiedades del fuego sin dejar de ser fuego, así el alma,
en el grado que se deja amar por Dios, en ese grado participa de su misma vida.
La gracia nos hace verdadera y realmente hijos adoptivos de
Dios… pero ¡importante!, no entendamos hijo adoptivo al modo humano. Cuando una
familia adopta a niño firma unos papeles, y aunque a ese niño le traten como si
de verdad lo fuera, nunca jamás llegará a ser verdaderamente hijo de esos
padres, no tendrá en su venas la sangre de sus padres. Sin embargo, la adopción
filial que hace Dios con nosotros, es una adopción real y verdadera, no por
naturaleza (solo Jesús es hijo por naturaleza), si no por la gracia… desde el
bautismo nos convertimos en verdaderos ¡hijos de Dios!, es algo tan bello, que
hace exclamar al apóstol: “Mirad qué amor más grande nos ha tenido Dios, que
nos llama hijos suyos, ¡Y realmente lo somos!”. Desde que somos bautizados la
misma sangre divina corre por nuestras venas, hemos sido injertados al árbol de
la Trinidad y su savia nutre nuestras ramas… Esa fue la misión del Hijo de
Dios, morir en la cruz para hacernos partícipes de su misma vida divina.
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