El primer objetivo es mirar al pasado con gratitud. Cada
Instituto viene de una rica historia carismática. En sus orígenes se hace
presente la acción de Dios que, en su Espíritu, llama a algunas personas a seguir
de cerca a Cristo, para traducir el Evangelio en una particular forma de vida,
a leer con los ojos de la fe los signos de los tiempos, a responder
creativamente a las necesidades de la Iglesia. La experiencia de los comienzos
ha ido después creciendo y desarrollándose, incorporando otros miembros en
nuevos contextos geográficos y culturales, dando vida a nuevos modos de actuar
el carisma, a nuevas iniciativas y formas de caridad apostólica. Es como la
semilla que se convierte en un árbol que expande sus ramas.
Es oportuno que cada familia carismática recuerde este Año sus
inicios y su desarrollo histórico, para dar gracias a Dios, que ha dado a la
Iglesia tantos dones, que la embellecen y la preparan para toda obra buena
(cf. Lumen
gentium, 12).
Poner atención en la propia historia es indispensable para
mantener viva la identidad y fortalecer la unidad de la familia y el sentido de
pertenencia de sus miembros. No se trata de hacer arqueología o cultivar
inútiles nostalgias, sino de recorrer el camino de las generaciones pasadas
para redescubrir en él la chispa inspiradora, los ideales, los proyectos, los
valores que las han impulsado, partiendo de los fundadores y fundadoras y de
las primeras comunidades. También es una manera de tomar conciencia de cómo se
ha vivido el carisma a través de los tiempos, la creatividad que ha desplegado,
las dificultades que ha debido afrontar y cómo fueron superadas. Se podrán
descubrir incoherencias, fruto de la debilidad humana, y a veces hasta el
olvido de algunos aspectos esenciales del carisma. Todo es instructivo y se
convierte a la vez en una llamada a la conversión. Recorrer la propia historia
es alabar a Dios y darle gracias por todos sus dones.
Le damos gracias de manera especial por estos últimos 50 años
desde el Concilio
Vaticano II, que ha representado un «soplo» del Espíritu Santo para toda la
Iglesia. Gracias a él, la vida consagrada ha puesto en marcha un fructífero
proceso de renovación, con sus luces y sombras, ha sido un tiempo de gracia,
marcado por la presencia del Espíritu.
Que este Año de la Vida Consagrada sea también una ocasión
para confesar con humildad, y a la vez con gran confianza en el Dios amor
(cf. 1 Jn 4,8), la propia fragilidad, y para vivirlo como una
experiencia del amor misericordioso del Señor; una ocasión para proclamar al
mundo con entusiasmo y dar testimonio con gozo de la santidad y vitalidad que
hay en la mayor parte de los que han sido llamados a seguir a Cristo en la vida
consagrada.
(Carta Apostólica del Santo Padre Francisco a todos los
consagrados con ocasión del Año de la Vida Consagrada).
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