--Tienes
que venir, Juan. No hay nadie que ayude en la iglesia. Tú lo harás de
maravilla. Ayudarás al párroco, cantarás, tocarás el violín…
--No
siga, no siga… iré. Pero que quede claro: sólo a la fiesta de la iglesia.
--De
acuerdo, de acuerdo –aseguraba el pariente.
La ceremonia resultó hermosa y lucida.
Juan cantó en ella y tocó el violín. Terminada la función, anunció al tío su
marcha.
--Nada de
eso, Juan. Tienes que quedarte a comer. Soy el mayordomo de la fiesta.
Al final, se quedó. No sucedió nada de
particular durante la comida. Acabada ésta, un comensal lo felicitó por lo bien
que había tocado el violín. Otro sugirió:
--¿Por
qué no nos tocas alguna canción para entretenernos?
Juan no quería aceptar de ninguna
manera, pero le trajeron el violín, y el músico de la fiesta le prometió
acompañarle.
Se puso a tocar con el músico,
convencido de que aquello era totalmente inofensivo. ¡Nunca se perdonaría lo
que sucedió a continuación! Abstraído en la melodía, no se daba cuenta de lo
que sucedía en torno. Percibió un leve cuchicheo entre los comensales. Luego,
con más atención, como pasos que se arrastraban. Dejó el violín. Se asomó a la
ventana. Un gran gentío bailaba al compás de su violín. Le invadió una rabia
indescriptible.
--¿Cómo?
– gritó a los comensales- ¿Yo que clamo siempre contra los bailes, me convierto
ahora en su promotor? ¡No sucederá jamás!
Marchó rápidamente a su casa. Cogió su violín. Lo miró con
infinita ternura y luego lo hizo pedazos. No pudo por menos de acariciar sus
maderas, ya destrozadas. Luego miró su sotana de seminarista. Quiso sonreír,
pero no pudo hacerlo.
(Don Bosco, un amigo del alma).
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