La historia nos refiere un suceso en el cual se pone de manifiesto tan gran prodigio de amor, que será la admiración de todos los siglos. Un rey, señor de muchos estados, tenía un solo hijo, tan santo, tan amable y agraciado, que formaba las delicias de su padre, el cual le amaba como a sí mismo. El joven príncipe alimentaba en su corazón entrañable cariño a uno de sus esclavos. Mas aconteció que el esclavo cometió un crimen, que debía expiar con la muerte. Al saberlo, el príncipe se ofreció a morir por el culpable, y el rey justiciero y celoso de sus derechos, convino en dar la muerte a su hijo idolatrado para librar al rebelde del merecido castigo. De este modo subió al cadalso el hijo inocente y el esclavo culpable quedó en libertad.
Este suceso, sin segundo en los anales de la humanidad, está consignado en el santo Evangelio; en él leemos que el Hijo de Dios y Señor del Universo, se dignó tomar carne humana y pagar con su muerte la pena eterna, que el hombre merecía por haber sido rebelde a su hacedor. Se ofreció, dice Isaías, porque Él mismo lo quiso. Y el Padre Eterno consistió que su Hijo muriera en cruz para salvarnos a nosotros, desventurados pecadores.
¡Amadísimo Redentor mío!, ¡con que para alcanzarme el perdón de los pecados habéis querido sacrificar vuestra vida en el ara de la cruz! ¿Qué os daré en agradecimiento por tan gran beneficio? Con mil títulos me habéis obligado a amaros, y si no os amase con todo mi corazón sería un monstruo de ingratitud. Vos habéis puesto a mi servicio vuestra vida divina; yo, aunque miserable pecador, os ofrezco también la mía. Sí, Dios mío, a lo menos lo que me resta de vida quiero emplearlo en amaros, obedeceros y complacerlos.
(El amor del alma, S. Alfonso Mª de Ligorio)
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