Si alguna
vez os topáis con un sacerdote que, externamente, no parece vivir conforme al
Evangelio -no le juzguéis, le juzga Dios-, sabed que si celebra válidamente la
Santa Misa, con intención de consagrar, Nuestro Señor no deja de bajar a
aquellas manos, aunque sean indignas. ¿Cabe más entrega, más anonadamiento? Más
que en Belén y que en el Calvario. ¿Por qué? Porque Jesucristo tiene el corazón
oprimido por sus ansias redentoras, porque no quiere que nadie pueda decir que
no le ha llamado, porque se hace el encontradizo con los que no le buscan.
¡Es Amor!
No hay otra explicación. ¡Qué cortas se quedan las palabras, para hablar del
Amor de Cristo! El se abaja a todo, admite todo, se expone a todo -a
sacrilegios, a blasfemias, a la frialdad de la indiferencia de tantos-, con tal
de ofrecer, aunque sea a un hombre solo, la posibilidad de descubrir los latidos
de un Corazón que salta en su pecho llagado.
Esta es
la identidad del sacerdote: instrumento inmediato y diario de esa gracia
salvadora que Cristo nos ha ganado. Si se comprende esto, si se ha meditado en
el activo silencio de la oración, ¿cómo considerar el sacerdocio una renuncia?
Es una ganancia que no es posible calcular. Nuestra Madre Santa María, la más
santa de las criaturas -más que Ella sólo Dios- trajo una vez al mundo a Jesús;
los sacerdotes lo traen a nuestra tierra, a nuestro cuerpo y a nuestra alma,
todos los días: viene Cristo para alimentarnos, para vivificarnos, para ser, ya
desde ahora, prenda de la vida futura.
(Homilía
de S. José María Escrivá de Balaguer)
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