Lo esencial está a punto y
los últimos preparativos para la inauguración del convento van deprisa.
Teresa apenas puede ocultar
su alegría. Tiene prisa por encontrarse tras los muros y rejas de San José, a
solas con sus humildes hermanas, no porque desprecie el mundo, sino para evitar
que las cosas del mundo perturben su soledad, llena toda de Dios.
Rodeada de sus fieles,
trabaja día y noche cortando y cosiendo los sayales de áspera tela, rematando
los negros velos, almidonando las tocas, muy ajustadas, que cubrirán el pelo
enteramente para no tener que peinarse; lo cual no implica desaliño, pues
cuidará mucho de que todas lleven su toca como Dios manda. “Las monjas mal
tocadas parecen mal casadas”, dirá a una de sus hijas que la llevaba torcida y
desajustada.
Alborea, por fin, el 24 de
Agosto de 1526. Aquella mañana el repiqueteo de la cascada campana lleva a los
vecinos hacia una capilla, la primera, que ellos sepan, consagrada jamás a San
José; una capilla tan pobre como el portal de Belén, pero donde reina tal
recogimiento que corta el aliento y “cuyas solas paredes mueven los corazones a
conocer el poder y misericordia de Dios”.
(La Vida
de Santa Teresa de Jesús, Arcaduz).
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