En estos días del santo nacimiento, andaba lamentando y suspirando san Francisco de Asís por las sendas y selvas, con gemidos inconsolables.
Preguntado por la causa de esto, respondió: ¿Y cómo queréis que yo no gima, cuando veo que el Amor no es amado? Veo a un Dios casi fuera de sí por amor del hombre y al hombre tan ingrato a este Dios.
Pues si esta ingratitud tanto afligía el corazón de san Francisco consideremos cuánto más afligió el corazón de Jesucristo. Apenas concebido en el vientre de María, vio la cruel correspondencia que debía recibir de los hombres. Había venido del cielo a encender el fuego del divino amor, y este solo deseo le había hecho descender a la tierra, a sufrir un abismo de penas y de ignominias; y después se le presentaba otro abismo de pecados, que habían de cometer los hombres, habiendo visto tantas señales de su amor.
Esto fue, dice S. Bernardino de Sena, lo que le hizo padecer un infinito dolor. Aún entre nosotros, el verse tratado alguno con ingratitud por otro hombre, es un dolor insufrible; pues, como reflexiona el beato Simón de Casia, la ingratitud frecuentemente aflige el alma, más que cualquier otro dolor al cuerpo. Luego ¿qué dolor ocasionaría a Jesús nuestra ingratitud, al ver que, siendo Dios, su amor y sus beneficios habían de ser pagados con disgustos e injurias? Por esto nos dice: "Pusieron contra mis males por bienes, y odio por mi amor". Mas, aún hoy día parece que vaya lamentándose Jesucristo con aquellas palabras del mismo Profeta: "He sido hecho extraño a mis hermanos, cuando ve que de muchos no es ni amado, ni conocido, como si no les hubiese hecho bien alguno, ni nada hubiera padecido por su amor."
¡Oh Dios! ¿Qué caso hacen al presente tantos cristianos del amor de Jesucristo? Apareció este Redentor una vez al beato Enrique Susón en forma de un peregrino que andaba mendigando de puerta en puerta un poco de alojamiento, pero todos le desechaban con injurias y groserías. ¡Cuántos ¡ah! se hallan semejantes a aquellos de quienes habla Job, los cuales decían a Dios: «Apártate de nosotros», siendo así que él había llenado sus casas de bienes!
Nosotros, aunque hasta aquí nos hayamos unido a estos ingratos, ¿querremos seguir en ser siempre tales? No, que no se merece esto aquel amable Niño que ha venido del cielo a padecer y morir por nosotros, para hacerse amar de nosotros.
(S. Alfonso Mª de Ligorio. Meditaciones de Adviento).
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