El que
no pierda la paciencia en una excursión –si lo hace por amor de Dios- merece
ser canonizado a la vuelta sin más lujo de milagros y virtudes heroicas.
-¡Caracoles, con la nievecita!...
No creo que haya nada tan extraño para
un europeo como viajar hora tras hora sobre lagos helados sentado en las barras
de un trineo y dominando una llanura sin fin. Sin una vocación más fuerte que
un puente romano, y sin un temperamento muy sui generis, esto sería insoportable.
La soledad de la campiña gravita sobre el alma de modo abrumador. Se siente uno
algo así como impotente. No hay abrigo, ni refugio, ni comodidad. Los perros se
alternan trotando y galopando. Una brisa persistente de 20º bajo cero le
envuelve a uno como el agua a uno que se ahoga. El aliento cálido se pega a las
cerdas de la capucha que envuelve el rostro, y cada cerda es un carámbano,
formando todo el conjunto un bloque de hielo que azota el rostro e impresiona
mucho la primera vez.
Llegan momentos muy difíciles. La brisa
se convierte en un viento huracanado, que levanta remolinos de nieve por los
que se mete uno jadeando, exhausto, cegado y entumecido, con los nervios en
pésimas condiciones. Si entonces los perros ven un conejo y echan tras él en
direcciones tortuosas, la paciencia del misionero sufre tal sacudida, que sólo
el callar es entonces tan heroico como entregar el cuello al verdugo. Y los
actos heroicos no son obstáculos que se remueven a puntapiés.
(P. Segundo Llorente, 40 años en el Círculo Polar)
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