Teresita
consideraba que los mártires “compraban muy barato el ir a gozar de Dios” y
deseaba imitarlos no porque amase mucho a Dios, sino porque quería disfrutar
cuanto antes de los bienes celestiales descritos en la vida de los santos.
Le gustaba saborear particularmente la palabra
“eterno”, que quiere decir “para siempre”, explicaba la pequeña. Agudo
sufrimiento, sí, pero breve; y a cambio, la gloria eterna. Basta –le decía ella
a su hermano mayor Rodrigo- con un momento de decisión: “una
determinacioncilla”.
En ese mismo año, la conquista de Rodas por los
turcos, que consternó a las personas mayores, inflamó de ansias de sacrificio
el alma de una niña que nada sabía de geografía: imaginó que ahora sería más
fácil ir a tierra de moros para hacerse decapitar, y que mendigando “por amor
de Dios” el pan en los caminos, acabaría llegando allá. ¿De qué iba a servir el
espíritu crítico de un chico de diez años frente a su hermana menor, pero
dotada ya de una poderosa capacidad de convicción? Así pues, una mañana, de
madrugada, se escabulleron por las puertas recién abiertas, atravesaron en
puente sobre el Adaja y emprendieron el camino “hacia tierras de moros” en
dirección a Salamanca.
Y allí, no lejos todavía de Ávila, los encontró su
tío Don Francisco Álvarez de Cepeda. Caminaban decididos: la larga falda de
Teresita barría el polvo del camino, y los dos llevaban unos mendrugos de pan
envueltos en una servilleta anudada al extremo de un palo. Rodrigo, a quien ya
le dolían los pies, confesó al momento, mientras su hermana apretaba los
dientes para guardar su secreto y su enojo. Una vez llegados a casa, pasada la
alegría del reencuentro, Rodrigo demostró menos estoicismo ante la paliza que
se avecinaba que ante el pasado deseo de martirio: “Fue Teresa la que me
obligó…” Y la niña fue castigada.
(La Vida de Santa Teresa de Jesús, Arcaduz).
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