Encerrado en un exiguo calabozo del convento de los Calzados de Toledo, a pan y agua, azotado a diario por todos los monjes de la comunidad uno tras otro. Su sayal se pegaba a las llagas que cubrían sus hombros, pero él lo soportaba todo con amor y paciencia.
Fray Juan se mantenía obstinadamente callado. Sólo hablaba con Dios, pensando que “donde no amor por amor y hallarás amor”.
No pensaba en escaparse; tenía, en su prisión, sufrimiento, silencio y la apasionante aventura de su vida interior. Pero un día, la Virgen Santísima preparó su evasión y le ordenó que huyera, y así lo hizo en la noche anterior al día de la Asunción.
A las cinco de la madrugaba, mientras tocaban el Ángelus, llamó a la puerta del convento del Carmen de San José.
Cuando la hermana tornera, Leonor de Jesús, fue a decir a la Priora que el Padre Juan de la Cruz estaba allí y que pedía “venir a su socorro y esconderlo, porque si los calzados le echaban otra vez el guante, le harían pedazos”, la Madre Ana de los Ángeles estaba junto al lecho de Sor Ana de la Madre de Dios, que se encontraba gravemente enferma. Fue ésta la que encontró la solución:
-Madre –dijo a la Priora-, me encuentro tan mal que quisiera confesarme antes de tomar la purga…
Y es que ningún clérigo podía entrar en la clausura más que para confesar a una monja incapaz de trasladarse al confesionario.
Así fue cómo la maciza puerta se abrió para Fray Juan y se cerró detrás de él.
(La Vida de Santa Teresa de Jesús, Arcaduz)
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