Para que la predicación sea viva y fecunda, preciso es que el predicador hable de la abundancia del corazón. Santo Tomás dice más: que la predicación debe “derivar de la plenitud de la contemplación”, de una fe viva, penetrante y sabrosa del misterio de Jesucristo, del valor infinito de la Misa, y del precio de la gracia santificante y de la vida eterna. El sacerdote debe predicar como un salvador de almas que es, y ha de preocuparse incesantemente por la salvación, no de algunas, sino de muchas almas. Es imprescindible que no haya recibido el sacerdocio en vano.
(Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior)
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