Juan María se había escondido para rezar entre los plateados sauces que bordeaban el arroyo de Planches. “¿Dónde está?, preguntaban los labriegos de los campos vecinos. Francisco Duclos, señalando con indiscreto dedo la pequeña ermita, los condujo hacia los sauces y le vieron de rodillas.
Un día, después de comer, salía el niño de la casa paterna con el pollino cargado de sacos de trigo, que había de llevar hasta el molino de Saint-Didier. La hija de los vecinos, Marión Vicent, que tenía siete años como él, quiso acompañarle. Los padres de ambos no opusieron reparo alguno. Hacía mucho calor y se sentaron a la sombra para descansar. Esta fue la hora de las confidencias. Marión apreciaba mucho a su amiguito, tan pacífico, tan obediente y cuyos ojos azules miraban con cierta dulzura.
-Juan María -dijo ella con gran candidez- si nuestros padres estuviesen conformes, haríamos muy buena pareja.
-Oh, no, ¡jamás! –replicó con viveza y sorprendido- no, ¡no hablemos de esto, Marión!
Se levantó en seguida, y espoleando al jumento, continuaron su camino hacia el molino.
Sesenta años más tarde, Marión Vicent, sentada en el umbral de la puerta, con la rueca en la mano, contaba con voz conmovida aquel gracioso idilio.
En Juan María se manifestaba ya aquella modestia, aquella delicadeza innata que le llevó hasta a contrariar los más puros y los más legítimos afectos. “Ya sé que es cosa permitida –decía después confidencialmente- no obstante, en algunas ocasiones me negué a abrazar a mi pobre madre”.
(El Santo Cura de Ars, Arcaduz).
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