La virginidad consagrada es una forma de amor. Dios ama de tal manera a la persona, que le hace entender en su mismo amor que la quiere sólo para Él.
El corazón humano tiene una parte indivisible, aquella que se entrega íntegramente a la persona que se ama con amor esponsal. Este amor esponsal tiene unas características especiales: es un amor total, fiel, exclusivo, fecundo, destinado a perdurar en el tiempo.
Sabemos muy bien a qué tipo de amor nos referimos. Cuando una chica escucha decir a su novio que le quiere solo a ella, es consciente de que ese chico también quiere a otras mujeres: quiere a su madre, a su hermana… Sin embargo, no hay problema en ello, ya que son amores compatibles. Ahora bien, la chica si espera que esta parte indivisible del corazón le pertenezca exclusivamente para ella, pues es muy consciente de que ese amor solo se puede destinar a una persona. Extrapolando la situación, entendemos que la persona que se consagra a Dios entrega esta parte esponsal del corazón solo a Él.
Grave error sería pensar que la virginidad es un vacío, una renuncia al amor. Así como en el orden del amor humano el matrimonio no es una renuncia aunque lleve consigo el rechazo de otros afectos, de una manera parecida en la virginidad consagrada es una gran amor, es el amor esponsal de Dios al alma y de la persona al Señor. Se trata de una forma de amar de Dios que no es el simple amor de caridad, sino un amor mucho más profundo: Dios ama de tal manera que suscita en el corazón esa entrega indivisible a Él, la entrega de lo indivisible del corazón.
Cuando este amor se establece lleva consigo el corazón entero y en consecuencia, el renunciar a otros afectos que han brotado o pueden brotar. No pensemos jamás que el alma consagrada se queda con el corazón vacío, porque este se encuentra rebosante del amor más grande que criatura humana alguna puede jamás igualar: el amor esponsal de Dios.