“No sé bastante latín para ser sacerdote”, dijo a su amigo Juan Dumond. Y partió hacia la casa parroquial de Ecully.
El señor Balley, que le recibió en sus brazos y sobre cuyo corazón lloró amargamente, escuchó sus confidencias. Después tomó la palabra y aseguró de nuevo a su protegido que Dios le había elegido para servirle en el altar. Era de todo punto necesario intentar un último esfuerzo.
Maestro y discípulo, después de haber orado juntos, se pusieron manos a la obra. El señor Balley estaba convencido de que el Espíritu de Dios, que habitaba en aquella alma, llenaría las lagunas y supliría las deficiencias… ¿Mas cómo se haría esto? El interesado lo ignoraba y entretanto era motivo de muy vivos sufrimientos.
Felizmente, su piedad le sostenía y el mismo Dios acudía en su ayuda. Al pasar por la casa de la viuda Bibost le fue dicho: “Bah, estate tranquilo. Un día serás sacerdote”.
(El Santo Cura de Ars, Arcaduz)
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