El Rdo. Vianney amó en seguida aquella antigua iglesia como si fuese su casa paterna. Para embellecerla comenzó por lo principal, o sea, por el altar, centro y razón de ser de todo templo. Por respeto a la Sagrada Eucaristía, quiso que fuese lo mejor posible. Para esta primera adquisición no llamó a ninguna puerta. Lo pagó de su peculio y con franca alegría ayudó a los trabajadores a levantar el nuevo altar mayor. Con esto y otras modificaciones la iglesia ganó mucho en decencia y novedad.
Después procuró aumentar lo que llamaba “el ajuar de Dios”. Visitó en Lyon los talleres de bordados y orfebrerías y compró cuanto le pareció de más precio. “En la campiña –decían aquellos comerciantes admirados- hay un cura pobre, delgado y mal arreglado, que parece no tener un céntimo, y se lleva para su iglesia lo mejor”. Un día de 1825 fue con la señorita de Ars a comprar ornamentos para la misa. A cada cosa que le mostraban repetía: “¡No me parece bastante bien!... ¡Ha de ser mejor que esto!”
Estas transformaciones materiales no fueron en medida alguna inútiles. Fueron una prueba del celo del pastor y alegraron a las almas fervorosas; algunos, desconocidos en el templo, con más curiosidad quizás que devoción, se dejaron ver en la iglesia los domingos.
(El Santo Cura de Ars, Arcaduz).
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