Como mobiliario conservaría solamente una cama ordinaria, dos mesas viejas, algún armario, dos sillas de enea, una olla de hierro, una sartén y otros insignificantes enseres domésticos.
Tanta sencillez impresionó a aquellas buenas gentes. Los habitantes más acomodados, propietarios o ricos colonos, para quienes era cosa dura dar un céntimo a los pobres, quedaron estupefactos al ver que su párroco no guardaba nada para sí; ante este rasgo se vieron obligados a reconocer en él a un verdadero hombre de Dios. Los mendigos, a quienes distribuía abundantes limosnas, bien pronto pregonaron sus alabanzas.
(El Santo Cura de Ars, Arcaduz)
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